UN CUENTO DEL LIBRO

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ÑA PANCHA
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Se llamaba Luis Fernando pero nadie en el pueblo ─salvo su mamá y sus hermanas─ lo sabía. Todos lo conocían como “Manchi”, apelativo que se ganó por haber nacido con una pequeña mancha en su nalga izquierda. Era un niño flaco, de baja estatura para su edad, cabello hirsuto y ojos vivaces. Era inteligente pero muy engreído, a tal punto que su mamá le consentía todo y accedía a sus múltiples caprichos, por más especiales que éstos fueran: si en su desayuno pedía mortadela y pan de molde había que darle, si en su almuerzo deseaba mollejas de gallina había que complacerlo; de lo contrario su escandaloso llanto invadía la casa. Y es que el corazón de una madre es como el pan de la madrugada, y en los pueblos pobres falta de todo pero sobra el infinito amor de la madre al hijo.
Llegó un tiempo en que empezó a pedir dinero varias veces al día para comprar una serie de exquisiteces. Era el primero ─en su pueblo─ en probar las golosinas recién salidas al mercado. Gaseosas, palitos de maíz, papas embolsadas, caramelos con centro líquido, chupetines que dejaban la lengua verde, galletas bañadas en chocolate y sobrecitos con mayonesa y kétchup eran sus preferidos. Su mamá ─una señora de escasa estatura y excesivo peso─ consentía en todo estas frescuras pues amaba mucho a Manchi y tenía un pequeño negocio de chicha que le permitía costearse diariamente algunas monedas.
Tanto era el capricho que cierta vez la señora Carítina, dueña de la tienda preferida de Manchi, le dijo:
─Yo de la Virginia te agarro a correazos porque andas pidiendo plata a cada rato.
─Eh… todavía te compran y te pones brava. Voyme a comprar donde mi tía Ángela ─. Dicho esto, Manchi salió muy molesto de la tienda para nunca más volver.
Cierto día de verano ardiente Manchi pidió dinero a su mamá cuando ésta acababa de pagar unas sillas de plástico que había sacado a crédito. No tenía ni un céntimo en la vieja latita donde guardaba su dinero. El objetivo de Manchi era comprarse unas galletas que ─según la propaganda─ estaban rellenas con miel de abeja. Como no creyó que su mamá no tuviera los cincuenta céntimos que necesitaba, fue a cerciorarse a la latita y no encontró nada. Exigió, gritó, derramó algunas lágrimas pero su mamá no podía, esta vez, complacerlo.
En esos precisos instantes hizo su aparición sombría, en la puerta de la casa, doña Anita Chapa, habitante del pueblo que a juzgar por sus ropas, sus pies empolvados y su descolorido gorro rojo, venía de su chacra, cargando un bolso desgastado. Debido a su piel sudorosa y tostada por el sol daba la sensación de ser una señora con sed perpetua.
─Ña Virginia, buenas tardes ─dijo al fin.
─Buenas tardes, Ana, ¿qué quieres?
─Véndame una jarrita de chicha.
Doña Virginia fue a la cocina a servir la chicha mientras Manchi no podía ocultar su alegría sonriendo y haciendo brillar sus ojillos de perico. Regresó doña Virginia trayendo una pequeña jarra de espumante y fresca chicha de jora, más un poto de color amarillento.
─Sírvete, Ana ─dijo doña Virginia y regresó a su cocina.
─Gracias, Ña Virginia.
Doña Anita se sirvió un poto de chicha hasta el borde para tomárselo de un solo golpe. Era un espectáculo verla tomar su chicha con asombroso deleite. Manchi se quedó observándola con una desesperante curiosidad.
A mitad de la jarra, Anita dejó de tomar y se puso a pensar con la mirada taciturna. Manchi no podía ocultar su desesperación, pues pensó que doña Anita iba a terminar muy rápido la jarra de chicha, pagar y despedirse como siempre lo hacía. Esperó estoicamente otro momento. Anita sirvió otro poco de chicha, tomó un sorbo, lo dejó sobre la mesa y esta vez empezó a repasar con su mirada los viejos calendarios que estaban pegados en las paredes. Manchi no pudo más y se dirigió a la cocina.
─Mamita, cóbrale ya la jarra de chicha ─dijo con una voz que denotaba desesperación.
─No, hijito, cómo le voy a cobrar si todavía no termina.
─Pero se está demorando mucho.
─No, hijito, a la hora que acaba le cobro y te doy esos cincuenta céntimos para que compres tu galleta ─dijo la mamá y continuó lavando sus ollas.
Manchi regresó a la sala y encontró a doña Anita hurgando en su bolso como si buscara algo. Todavía tenía chicha en su jarra. Luego tomó otro sorbo y empezó a escarmenarse los negros cabellos con un peine pardo. Manchi se daba la vuelta, salía un rato a la calle, volvía, se sentaba en una vieja silla, tenía ganas de decirle “oye, ya ándate”, volvía a salir.
Pasó cerca de una hora y media hasta que doña Anita se tomó el último poco de chicha para alegría de Manchi. Se paró, cogió su bolso y metió la mano dentro de él.
─Ña Virginiaaaaaa ─dijo al fin.
─Queeeeeeeeee ─se escuchó desde adentro ─ya voy.
Doña Virginia entró a su sala mientras Manchi seguía atentamente la escena con la mirada. Doña Anita habló con una voz suave y acongojada:
─Ña Virginia, discúlpeme, no he traído plata, pero le voy a pagar con una Ña Pancha.
Dicho esto entregó una bolsita del azul detergente y salió presurosa para perderse en la calidez de la tarde.
Manchi se tiró al suelo y se revolcó, pataleando como nunca antes lo había hecho.